martes, 11 de febrero de 2014

La estación

Los primeros momentos del año,
acabo de vomitar,
estoy en la estación de tren,
intento aligerar la borrachera,
camino en el pequeño patio,
empiezo a contar los pasos,
como en una película carcelaria,
cinco pasos por veintisiete.

Cinco por veintisiete
y otra vez y otra,
después uno tras otro,
¿cuantos van?
Trescientos, setecientos treinta y cuatro,
uno tras otro, hacia ningún lado.

Me canso,
vuelvo al alero de la estación,
espero el tren, quiero meterme en cama,
y dormir diez horas,
hay una pareja de sudamericanos mayores,
se besan y se hacen caricias,
él le promete cosas apasionado,
ella finge no creérselas,
no son un matrimonio.

Hay un tío raro,
lleva náuticos,
está quieto y mira el reloj,
 primero el de su muñeca,
después el enorme reloj de estación.
Cuando llega otro se coloca a su lado,
Lleva pantalón de traje y una chaqueta deportiva,
Apenas me miran pero noto que les incomodo,
Soy un loco más pero no encajo.

Otra vez empiezo a contar, hasta que pierdo la cuenta,
Los miro y escribo esto en mi cabeza,
Se preguntan a qúe hora llega el tren,
Hablan del retraso,
Yo estoy seguro de que no vendrá
No hay ningún tren,

Y no es hora de metáforas



Fred Mulinier, Popoemas al Popó

sábado, 25 de enero de 2014

principio de los tres corazones del pulpo

Cuando la conocí se llamaba Andrea, unos años antes utilizaba otro nombre y otro apellido y años después se haría llamar Lucía para olvidar sus dos pasados. Quizá para tener un futuro.
            El caso es que su futuro parecía no importarle mucho ahora, ahora que se llamaba Lucía y parecía más infeliz que nunca. Habían pasado casi cuatro años desde la última vez que nos habíamos visto en la playa y ahora éramos dos extraños de nuevo. La vi por casualidad, como la primera vez. Acompañada de un hombre como la primera vez. Como había pasado antes, alguien me la presentó a ella y a su acompañante, ahora con su nuevo nombre. Ni ella ni yo dijimos o hicimos nada que mostrase que nos habíamos conocido años atrás. Nada que trasluciese que habíamos sido amantes y que había destrozado mi corazón con ventiún años.
            Una semana después estábamos hablando como en los viejos tiempos, los malos tiempos, echándonos en cara nuestros errores del pasado y sin decir una palabra sobre cómo había llegado a su nueva vida. No es que no me importase o que no me hubiese gustado preguntarle. En realidad me intrigaba su cambio de nombre, su cambio de vida. Es sólo que no me parecía extraño, era algo que entraba dentro de lo posible cuando se trataba de ella.
            Cuando llamaron a la puerta creí que podía tratarse de su nuevo novio, del hombre que al parecer pagaba su piso y que pagaba sus clases de teatro y su factura de móvil. El hombre que había conseguido enamorarla y que había sido artífice del cambio según sus palabras. Ella no estaba en casa y yo me había ofrecido para sacar a su pequeño perro a pasear por la tarde, había vuelto y estaba tomándome una cerveza haciendo tiempo para ver si ella venía. No era él. Detrás de la puerta estaba una mujer madura, guapa aún, con la cara enrojecida y los ojos brillantes a punto de derramarse en lágrimas.




Juan Lustzerskowski