Cuando la conocí se llamaba Andrea, unos años antes utilizaba
otro nombre y otro apellido y años después se haría llamar Lucía para olvidar sus
dos pasados. Quizá para tener un futuro.
El caso es
que su futuro parecía no importarle mucho ahora, ahora que se llamaba Lucía y
parecía más infeliz que nunca. Habían pasado casi cuatro años desde la última
vez que nos habíamos visto en la playa y ahora éramos dos extraños de nuevo. La
vi por casualidad, como la primera vez. Acompañada de un hombre como la primera
vez. Como había pasado antes, alguien me la presentó a ella y a su acompañante,
ahora con su nuevo nombre. Ni ella ni yo dijimos o hicimos nada que mostrase
que nos habíamos conocido años atrás. Nada que trasluciese que habíamos sido
amantes y que había destrozado mi corazón con ventiún años.
Una semana
después estábamos hablando como en los viejos tiempos, los malos tiempos, echándonos
en cara nuestros errores del pasado y sin decir una palabra sobre cómo había
llegado a su nueva vida. No es que no me importase o que no me hubiese gustado
preguntarle. En realidad me intrigaba su cambio de nombre, su cambio de vida.
Es sólo que no me parecía extraño, era algo que entraba dentro de lo posible cuando
se trataba de ella.
Cuando
llamaron a la puerta creí que podía tratarse de su nuevo novio, del hombre que
al parecer pagaba su piso y que pagaba sus clases de teatro y su factura de móvil.
El hombre que había conseguido enamorarla y que había sido artífice del cambio
según sus palabras. Ella no estaba en casa y yo me había ofrecido para sacar a
su pequeño perro a pasear por la tarde, había vuelto y estaba tomándome una
cerveza haciendo tiempo para ver si ella venía. No era él. Detrás de la puerta
estaba una mujer madura, guapa aún, con la cara enrojecida y los ojos
brillantes a punto de derramarse en lágrimas.Juan Lustzerskowski