viernes, 19 de julio de 2013

El pañuelo

Empezó a llorar, primero sin ruido, con lágrimas resbalando como diamantes por sus mejillas. Bellísima. Después su respiración se fue agitando, rítmicamente primero, desordenada después. Yo no sabía qué hacer, estaba paralizado, mi cerebro no conseguía ordenar a mi brazo acariciarla, calmarla con una mano en el hombro. Quería pero no podía moverme, había visto llorar a más mujeres, en las telenovelas de sobremesa, de consumo diario en mi casa. A las mujeres de la familia, a las vecinas. A las mujeres de la familia y las vecinas viendo telenovelas. Pero nunca había visto llorar a una mujer así, a una que me gustase.

De repente pensé en el pañuelo que llevaba en el bolsillo, podía prestárselo, tendérselo gentilmente como había visto en las películas, secarle las lágrimas y besarla. Yo tenía 10 años y ya parecía uno de esos rusos desesperados, los locos del amor, y aún no los había leído. Supongo que es consecuencia de todas las tardes de amores imposibles en la televisión . Así que estaba dándole vida a la escena del galán en mi cabeza cuando ella interrumpió su llanto y me preguntó si tenía un pañuelo. Me eché la mano al bolsillo, allí estaba por supuesto. Una corriente eléctrica me subió por la espalda aún así se lo pasé. Ya no había nada que pudiese hacer. Se secó las lágrimas y me devolvió el pañuelo, luego besó mi mejilla. Allí se quedaron cuatro lágrimas secándose en mi pañuelo de Mickey Mouse, mi pañuelo de niño.


Juvenal Sunset

por eso dejo de escribir


            Nunca había pasado de escribir unas líneas, con su pretendida indiferencia por el mundo, con sus aires de grandeza, de poeta miserable y escritor loco y malentendido. Pero se dio cuenta de que para ser escritor había que escribir, ni siquiera escribir bien, sólo juntar palabras y luego frases y luego graparlas y mandarlas a una editorial o al fuego. Eso requería un esfuerzo y no era algo que fuese con él. Es más, requería enfrentar las críticas y la posibilidad del fracaso y desde luego eso era un riesgo que no estaba dispuesto a correr. Siempre quiso que lo admirasen por la potencia que había en él, las posibilidades de ser y no por el ser materializado.
            Ahora se daba cuenta de que ese tren ya había pasado, la oportunidad de ser un escritor joven, de ser un casanova de camisas arrugadas y barba de dos días con una carpeta llena de novelas bien escritas, revolucionarias, que pagarían botellas de champagne y que lo llevarían a la portada de Rolling Stone.

            Ahora se veía cerca de los rigores del hambre, sumergido en alcohol barato, con barba de siete días, con todo el pack de escritor maldito pero sin una sola línea bien escrita.



Héctor Akei