Nunca había
pasado de escribir unas líneas, con su pretendida indiferencia por el mundo,
con sus aires de grandeza, de poeta miserable y escritor loco y malentendido.
Pero se dio cuenta de que para ser escritor había que escribir, ni siquiera
escribir bien, sólo juntar palabras y luego frases y luego graparlas y
mandarlas a una editorial o al fuego. Eso requería un esfuerzo y no era algo
que fuese con él. Es más, requería enfrentar las críticas y la posibilidad del
fracaso y desde luego eso era un riesgo que no estaba dispuesto a correr.
Siempre quiso que lo admirasen por la potencia que había en él, las
posibilidades de ser y no por el ser materializado.
Ahora se
daba cuenta de que ese tren ya había pasado, la oportunidad de ser un escritor
joven, de ser un casanova de camisas arrugadas y barba de dos días con una
carpeta llena de novelas bien escritas, revolucionarias, que pagarían botellas
de champagne y que lo llevarían a la portada de Rolling Stone.
Ahora se
veía cerca de los rigores del hambre, sumergido en alcohol barato, con barba de
siete días, con todo el pack de escritor maldito pero sin una sola línea bien
escrita.
Héctor Akei
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