miércoles, 3 de octubre de 2007

EL ANZUELO ORTEGANO

Estando en uno de mis viajes por la muy noble villa de Ortigueira, pude observar una escena que dejaría perplejo al más viajado y cultivado hombre que la tierra pueda parir.
Lloviznaba de mañana y dos jóvenes daban rienda suelta a su pasión en la marquesina de autobuses de la muy noble villa, entrándoles tal calentura que no reparan a asirse las partes impúdicas en violentos magreos.
La chica era baja y fea, con cara hombruna, acentuada por ropas sin género apreciable. Disponía de un tamaño pectoral generoso pero las formas se intuían irregulares. El hombre era más bien alto, con cara afilada y mejillas rojas, ojos rojizos relataban aficiones viciosas, y una barba afeitada pero tan poblada que le daba a su tez un color azulado.
Acomodados en el solitario nicho de amor y en la complicidad del horario intempestivo, fuéronse despojando los andrajos. Primero él quito el pantalón y luego ella hizo lo propio. No repararon los amantes en que había dos taxistas madrugadores de mañana y, como a quien madruga Dios le ayuda, sus ojos fueron dichosos de contemplar tan grata escena. Encontraron la mejor forma de vencer el frío de aquella mañana, y si uno se fijaba bien, podía intuir sus siluetas agazapados tras sus autos, la silueta temblorosa propia del que se menea gustoso los bajos.
No repararon nuestros amantes en aquellos pragmáticos taxistas que rompían el romanticismo de la escena cegados por placeres más bajos.
La mujer ampliaba la sonrisa, al ver que aparecía de entre el pantalón el miembro desvirgador, pues en efecto no eran seres castos, pero la vida los había dejado virginales hasta ese momento. El azar se movió hacia la fortuna y permitió un buen día el feliz emparejamiento.
Un aire cargado de feromonas estimulaba los olfatos al tiempo que excitaba, poniéndolos prestos al coito inverosímil. El preciado trofeo femenino ya asoma y se posicionaba para el certero estoque. Era la posición difícil, de pie apoyados contra la mampara de la marquesina, siendo lo más dificil ayuntarse así dos vírgenes. Pero si tenían dificultades de contorsionista, la curvatura en negativo del pijo en nada ayudaba. Las ropas ajustadas son un peligro para el hombre que no desvirga temprano, pues la erecciones enclaustradas crean mal hábito y mala forma al pijo, que llegados a una edad puede devenir irrecuperable.
Tanteaba la cabeza por el bosque cuando halló la humedad y aumentó la presión. La desgraciada curvatura del pijo y la frigidad propia de una virgen hacía imposible meter más de media glande.
La pared de cristal rompía en cascada roja, y la felicidad se apoderó de los incrédulos. Él por su hombría y ella por su servidumbre bienintencionada.
Creyose el hombre de oficio minero, y sin reparar en el caudal creciente, siguió empujando en horizontal y no en vertical. El dolor era intenso pero ella redimía con ello su maltrecho espíritu de mujer. Fogeado por el magreo de manos caleturientas el hombre continuaba la embestida.
Los taxistas ya pintaban de blanco sus autos, y el silencio apenas era quebrado por la escena de amor.
Sintíose triunfador el hombre cuando vio que aquello avanzaba, sin reparar en lo que venía después. En dolor intensísimo disfrutaba la mujer, al verse tomada por primera vez por el amado. Como una montaña rusa sintió el hombre que su pijo descendía veloz a la vez que se introducía de vez en el bosque. El duro glande fue capaz de traspasar el cuello uterino, y no era virgo aquello que caía al suelo fruto del amor, sino la propia vagina. Sintiose el hombre engachado y la mujer confusa, y al momento el descenso llegó a su final. Precipitose el pito al recto, llevando tras de sí una salsa sanguinolenta con tropezones uterinos. Como aquel lugar calentito cual montón de estiercol o bosta, no debía ser del agrado del pijo, descendió este hasta el final, de forma que repentinamente la cabeza asomo por el ano. El nerviosismo se apoderaba de los principiantes, pues estaba el glande tan hinchado que ya no podía volver arriba, haciendo el pijo de perfecto anzuelo, entrando por coño el y saliendo por el ano.
Un taxista se apiadó de lo sucedido, seguro que con la conciencia aun sucia, y quiso ayudarles. Arriesgando su tapicería, raudo los dispuso en el auto y los llevó al centro de salud para arreglar tal entuerto. Desconozco más de la historia pero sólo espero que por el bien del muchacho los médicos no actuaran como los marinos, cortando el anzuelo para sacarlo de la carne.
Esta historia me la contó un viejo apasionado en la estación de Ortigueira, junto con otras historias esperpénticas, como el fornicio con becerros, perros y pirañas. Las contaba como si de un amigo se tratase, pero el diablo más sabe por viejo que por diablo, y bien sé que utilizaba el socorrido recurso del amigo para conjugar su vergüenza con el ansia de contar su historia.


Camilo José Cela

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Grande la leyenda urbana del pijo que atraviesa hasta el ano en el fornicio. Esto me da ganas de retomar la historia de los esmorgantes, una especie de homenaje a la antigua página como si del árbol caído comenzaran a salir unos pequeños brotes, para echar raíces en otro lugar...

Anónimo dijo...

Lo mismo pensé yo, Buenfeociente

Anónimo dijo...

Jajaja este relato es muy exagerado. La clásica técnica del argumento in crescendo para ir a concluir la mayor exageración al final del relato.

Muy buena la técnica del taxista y muy bien traído a colación el título del anzuelo, aunque gineacológicamente el argumento es poco sólido e improbable. A no ser que de una verga de hierro se tratase.

Anónimo dijo...

jajaja es la historia más exagerada que he oido desde hace tiempo. Ni el puto celama podría escribir algo tan exagerao